martes, 29 de septiembre de 2009

Para la libertad

¿Cómo nos percibimos a nosotros mismos? Desde la interioridad. Nuestra propia interioridad nos queda oculta, como nos queda oculto nuestro rostro si no lo vemos reflejado.
Igual que no nos es posible ver directamente nuestros propios ojos desde nuestros ojos, sino que esto sólo es posible a través del reflejo exterior, tampoco podemos percibir nuestra interioridad como si estuviera delante de nosotros, precisamente porque es nuestro interior. Sin embargo, ni siquiera podemos reflejarlo en una imagen externa para tener una prueba considerada "objetiva", porque incluso cualquier cosa que pueda ser reflejada así es exterioridad para eso que constituye nuestra entidad, de la que tenemos conciencia.
La conciencia de que existimos y hacemos todo tipo de actividades constituye nuestra interioridad, imposible de ser reflejada externamente. Externamente sólo encontramos efectos de esa conciencia, huellas, retazos, vestigios, como los fósiles de los seres extintos, pero no a ella misma. Por eso la ciencia materialista es absolutamente vana en la búsqueda de la verdad, porque no encuentra más que sus restos vacíos, sus expresiones inconexas y fragmentarias, y se queda en ellas sin poder continuar adelante. Cree que trabaja con lo vivo; que puede, incluso, dominarlo hasta el punto de recrearlo, como si pudiera reconstruir una comida ya digerida. Pero en realidad lo vivo se le escapa, no tiene más que su efecto exterior, aquello que es mensurable, ponderable, calculable y, por tanto, susceptible de ser manipulado y explotado en forma de riqueza exterior, donde no queda lugar para la libertad. Lo vivo tiene sus propias reglas y condiciones que la ciencia materialista, en su influencia sobre lo material o exterior, no puede controlar y neutralizar completamente.
La ciencia materialista no puede llegar hasta el ser, sino que tan sólo le es posible jugar con sus huellas vacías, interpretando la ausencia del ser en el lugar de las huellas como inexistencia del mismo, demostración de que ha dejado ya de existir. Un cadáver es el rastro dejado atrás por un ser vivo en el plano material, como el viscoso rastro de un caracol o una babosa, pero no es, en absoluto, la demostración de que ha dejado de existir, sino sólo de que lo vivo ya no está materialmente donde ha quedado esa huella en forma de cadáver.
Vemos reflejado nuestro cuerpo, incluso en su funcionamiento interior, pero no la entidad viva de la que poseemos conciencia como existencia intimísima. Cuando la ciencia materialista maneja los órganos internos del organismo, incluso los recientemente descubiertos genes, en los que deposita su esperanza de dominio absoluto sobre la vida, cree estar obteniendo el poder sobre ésta, pero ahí no están en realidad los seres, ahí no está el yo humano, por mucho que pueda influir sobre su manifestación exterior. También es posible influir en los seres atormentándolos como hacen los psicópatas que, con ello, obtienen su sensación placentera de ser como dioses en relación con sus semejantes.
La ciencia materialista aspira, en verdad, a sustituir a Dios en el manejo del ser humano en lo inconsciente, a fin de impedir su desenvolvimiento como ente libre bajo la excusa de hacerlo perfecto e impedir que se equivoque y labre su propia desgracia, privándole, así, del ser, robándoselo con la conciencia interior para convertirlo en mera exterioridad absolutamente previsible, como se espera hacer de todo el universo una cosa también perfectamente previsible y regulada, pero esto no es perfección en modo alguno, es sólo tiranía, despotismo incontrolado de unos cuantos con la aquiescencia de la sumisión absoluta del resto.
No se conseguirá así la felicidad del mundo, si acaso su total abotargamiento y atrofia mediante una descomunal acción lobotomizadora, un método de tortura último modelo que constituye la suprema injusticia contra el derecho de los seres, absolutamente violado así en aras de un supuesto bien, como el de un padre sobreprotector hacia sus hijos, quien, en realidad, no busca más que ensayar su autoritarismo con ellos mientras todavía pueda impedirles seguir su propio camino, emanciparse de su tutela atrozmente manipuladora.
No se puede buscar la felicidad de los seres si no se les reconoce en sí mismos, más allá de los constituyentes materiales a los que es posible manejar desde su exterior, como algo plenamente autónomo a lo que no resulta posible acceder desde fuera. Esto es el auténtico ser, pues lo que no es esto no es más que algo susceptible de ser manipulado, modificado y destruido desde el exterior, o sea, la anulación del ser, que es lo que el materialismo realiza desde el pensamiento que le es propio a la puesta en práctica del mismo.
Para el materialismo el ser no es más que lo que de él percibimos externamente. Podemos reducirlo al polvo más ínfimo sin hallar interioridad alguna, pues ésta no resulta accesible desde la observación exterior.
El materialismo, que sólo sabe disgregar y pulverizar, es incapaz de conducirnos a la condición unitaria y homogénea de la entidad indestructible e indisgregable por no ser material, sino pura vida. Él no es sino heraldo de cuanto constituye muerte, exterioridad al ser, a la vida, que intenta mitigar en lo posible todo rastro y efecto de la actividad viviente en el mundo, de rechazar en lo posible del mundo el efecto de la vida, perturbador para su programa amortajante de consecución de una realidad reducida a la inercia más sumisa del cadáver, pero de un cadáver incorruptible y animado por movimientos automáticos, una especie de zombi perfeccionado por un nuevo tipo de vudú.
Nosotros percibimos exteriormente cuanto es exterior de los demás, cuanto cualquiera puede encontrar reflejado de sí en una superficie reflectante, como los mismos ojos de quienes nos miran. Estos nos perciben como exterioridad, igual que aquello que de nosotros podemos ver reflejado de nuestro propio ser, pero en ese reflejo no está nuestro ser. Igual que en el reflejo de nuestra imagen no estamos nosotros, tampoco estamos en la imagen o en la percepción exterior por el sonido o el tacto que de nosotros tienen los demás, ni éstos en lo que de ellos encontramos nosotros externamente, pues el ser sólo se halla en el interior de cada uno, no en el interior orgánico del cuerpo, sino en un interior que es interioridad pura, interioridad a toda la materia, para la cual la materia es una veladura, y que, por tanto, no puede reflejarse en modo alguno como algo material, externo, al ser algo que, verdaderamente, nos constituye más íntimamente de lo que ni el órgano físico más fundamental pueda hacerlo, porque el corazón mismo puede ser arrancado, el átomo más pequeño aislado, y ahí ya no estamos nosotros, pero la pura entidad que somos no es nada de lo que pueda decirse "helo aquí, en la palma de mi mano" o "helo aquí bajo mi microscopio", ya que constituye interioridad absoluta, en absoluto exteriorizable, con respecto a lo material.