A través del tiempo, la idea de la relación entre el mexicano y la muerte ha alcanzado proporciones míticas. En torno a tal idea, se intercambian percepciones y se debate sistemáticamente, así como se formulan disertaciones respecto a sus aspectos y problemáticas particulares, crecientes en complejidad hasta el infinito, pero que siempre tienen más que ver con un sentido idealizado y abstracto que con una realidad tangible.
Y es en ese plano de lo ideal y lo imaginario donde habita esa tradición de una riqueza vibrante y avasalladora, que contrasta con la insustancialidad hacia la cual ha sido arrastrada por la actualidad inmediata. Tanto de manera consciente como inconsciente, hoy los mexicanos nos refugiamos dentro de la carcasa cóncava que representan la celebraciones de fines de octubre y principios de noviembre. Ese pastiche conformado por el Halloween, el Día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos.
Una tradición socavada y artificializada por los procesos de globalización e industrialización, y sus efectos alienantes sobre el sentido de la identidad y la memoria. De poco le sirve a un individuo su capacidad heurística si no puede discernir la autenticidad de su entorno cultural. En lo artístico, la forma y el contenido son indisociables, y la dicotomía que a menudo se plantea entre ellos es falsa. Pero en la realidad es distinto, porque las tradiciones culturales deben constituir un aspecto vital, integral e indispensable, no una superposición ornamental.
Los mexicanos estamos acostumbrados a las visitas de la muerte con una frecuencia frenética, pero nuestra relación con ella no es tan única ni tan singular como nos gusta imaginar. Al menos ahora, ya no lo es para el mexicano citadino, que vive en un estado que tiene como características compartidas la apatía, la falta de sentido, el vacío, y ultimadamente, la inconsciencia. Una «petite mort» de la que es imposible escapar, puesto que brota del interior y nos mantiene anestesiados psíquica y emocionalmente.
Parece que no existe más remedio que abrazar tradiciones artificiales, porque nuestra realidad cotidiana es aplastante, desoladora. Sin embargo, aún existe el México profundo; el de los campos, el de las maravillas naturales, el de los pueblos. Ese México desconocido en el cual es menester adentrarse para poder conocernos de verdad.
Y es en ese plano de lo ideal y lo imaginario donde habita esa tradición de una riqueza vibrante y avasalladora, que contrasta con la insustancialidad hacia la cual ha sido arrastrada por la actualidad inmediata. Tanto de manera consciente como inconsciente, hoy los mexicanos nos refugiamos dentro de la carcasa cóncava que representan la celebraciones de fines de octubre y principios de noviembre. Ese pastiche conformado por el Halloween, el Día de Todos los Santos y el de los Fieles Difuntos.
Una tradición socavada y artificializada por los procesos de globalización e industrialización, y sus efectos alienantes sobre el sentido de la identidad y la memoria. De poco le sirve a un individuo su capacidad heurística si no puede discernir la autenticidad de su entorno cultural. En lo artístico, la forma y el contenido son indisociables, y la dicotomía que a menudo se plantea entre ellos es falsa. Pero en la realidad es distinto, porque las tradiciones culturales deben constituir un aspecto vital, integral e indispensable, no una superposición ornamental.
Los mexicanos estamos acostumbrados a las visitas de la muerte con una frecuencia frenética, pero nuestra relación con ella no es tan única ni tan singular como nos gusta imaginar. Al menos ahora, ya no lo es para el mexicano citadino, que vive en un estado que tiene como características compartidas la apatía, la falta de sentido, el vacío, y ultimadamente, la inconsciencia. Una «petite mort» de la que es imposible escapar, puesto que brota del interior y nos mantiene anestesiados psíquica y emocionalmente.
Parece que no existe más remedio que abrazar tradiciones artificiales, porque nuestra realidad cotidiana es aplastante, desoladora. Sin embargo, aún existe el México profundo; el de los campos, el de las maravillas naturales, el de los pueblos. Ese México desconocido en el cual es menester adentrarse para poder conocernos de verdad.
Fernando Guízar Pimentel